palabras de vida eterna." Jn 6, 68
Domingo 9 de junio de 2013
Décimo domingo del tiempo
ordinario
Santo del día: San Efrén
(Nisibe).
Evangelio según San
Lucas 7,11-17.
Jesús se dirigió poco después
a un pueblo llamado Naín, y con él iban sus discípulos y un buen número de
personas.
Cuando llegó a la puerta del
pueblo, sacaban a enterrar a un muerto: era el hijo único de su madre, que era
viuda, y mucha gente del pueblo la acompañaba.
Al verla, el Señor se
compadeció de ella y le dijo: «No llores.»
Después se acercó y tocó el
féretro. Los que lo llevaban se detuvieron. Dijo Jesús entonces: «Joven, yo te
lo mando, levántate.»
Se incorporó el muerto
inmediatamente y se puso a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre.
Un santo temor se apoderó de
todos y alababan a Dios, diciendo: «Es un gran profeta el que nos ha llegado.
Dios ha visitado a su pueblo.»
Lo mismo se rumoreaba de él en
todo el país judío y en sus alrededores.
Extraído de la Biblia Latinoamericana.
Concilio Vaticano II
Constitución pastoral «Gaudium
et Spes» sobre la Iglesia
en el mundo actual, § 22 - Copyright © Libreria Editrice Vaticana
El Señor se compadeció de ella
y le dijo: “No llores.”
El que es “imagen de Dios
invisible” (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto
a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el
primer pecado. En él, la naturaleza humana
asumida, no absorbida, ha sido
elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su
encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos
de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de
hombre, amó con corazón de hombre. Nacido
de la Virgen María , se hizo
verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en
el pecado.
Cordero inocente, con la
entrega libérrima de su sangre nos mereció la vida. En El Dios
nos reconcilió consigo y con nosotros y nos liberó de la esclavitud del
diablo y del pecado, por lo que cualquiera de
nosotros puede decir con el
Apóstol: El Hijo de Dios “me amó y se entregó a sí mismo por mí”
(Gal 2,20). Padeciendo por nosotros, nos dio ejemplo para seguir sus
pasos y, además abrió el camino, con cuyo
seguimiento la vida y la
muerte se santifican y adquieren nuevo sentido.
El hombre cristiano,
conformado con la imagen del Hijo, que es el Primogénito entre muchos
hermanos, recibe “las primicias del Espíritu” (Rom 8,23)… Por
medio de este Espíritu, que es “prenda de
la herencia” (Eph 1,14), se
restaura internamente todo el hombre hasta que llegue “la redención del
cuerpo” (Rom 8,23). Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de
entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de
entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por
virtud de su Espíritu que habita en vosotros (Rom 8,11)... Este es el gran
misterio del hombre que la
Revelación cristiana esclarece a los
fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la
muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta obscuridad. Cristo
resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que,
hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu:“Abba!,¡Padre!”.
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